SAN ANTONIO DE PADUA
DESCANSO DEL CUERPO Y PAZ EN EL ALMA
El periodo estival puede ser un buen momento para alejarnos del mundanal ruido, descansar el cuerpo y fortalecer el espíritu. Aprovecho la memoria litúrgica de san Antonio de Padua (Lisboa, 1190 – Padua 1231), que se celebra hoy, para rendir un pequeño homenaje a este santo tan querido, que consiste en el relato de un capítulo de su vida, el cual nos puede servir de inspiración en este sentido.
Antonio de Padua ingresó en la Orden de los Hermanos Menores (Franciscanos) con la esperanza de partir a tierras musulmanas, y predicar el Evangelio, sabiendo los peligros que esto entrañaba. Así, en el otoño de 1220, partió hacia Marruecos. Meses más tarde enfermaría de malaria. Esto le obligó a abandonar este territorio el invierno de 1221. Durante la travesía, una violenta tempestad cambió el rumbo de la embarcación hasta las costas de Sicilia.
Fray Graciano, provincial de La Romaña (norte de Italia), se hizo cargo de fray Antonio, destinándolo al eremitorio de Montepaolo, lugar propicio para su recuperación física y fortalecimiento espiritual. Allí encontró el silencio, un ‘desierto del espíritu’ donde Dios lo condujo para hablarle al corazón. En la humildad, esperó la voluntad de Dios, la cual se manifestó al año siguiente. Dadas sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico, el provincial confió al joven religioso dos tareas: la predicación y la formación de los hermanos. De este modo, comenzó una actividad apostólica intensa y eficaz en el norte de Italia, y posteriormente en el sur de Francia.
La gran obra teológica de san Antonio está constituida por Los Sermones Dominicales y los Sermones Festivi . Un tratado de doctrina sagrada en forma de recopilación de sermones, con los que el santo se propuso analizar las lecturas propuestas para las liturgias dominical y festiva de la época. Están llenos de citas de las Escrituras. A menudo recurre a la doctrina de los Padres de la Iglesia, a textos de teólogos, filósofos, expertos en ciencias naturales e incluso de poetas paganos.
En Montepaolo se encontró consigo mismo y con un Dios que le llenaba de esperanza e ilusión. Halló un lugar donde contemplaba la belleza, la grandeza y la sabiduría del Señor, reflejadas en la ‘hermana naturaleza’, y donde vivía la fraternidad en la intimidad de una pequeña comunidad. Así escribió en uno de sus sermones: «La suavidad de la vida contemplativa es más preciosa que todas las actividades; cuanto se pueda desear no es comparable con ella. El hombre espiritual, alejándose de la solicitud de las cosas terrestres y entrando en el secreto de su conciencia, cierra la puerta a los cinco sentidos y reposa absorto en la divina contemplación, en la que gusta la quietud de la suprema dulzura. Las delicias del Espíritu, cuando son gustadas, no producen tedio, sino que crecen cada vez más el deseo de gozarlas y amarlas. En la suavidad de la contemplación el alma rejuvenece».
Años más tarde, en otro de sus sermones, recordando este lugar tan apacible para su cuerpo y espíritu, señalaba: "En un agua turbia y removida no se refleja el rostro de quien se mira. Si quieres que el rostro de Cristo se refleje en ti, sal del tumulto de las cosas, y haz que se tranquilice tu alma".
Isabel San José