EL SILENCIO
A través de la colaboración periódica en este blog intentaré, por un lado,
transmitir lo importante que ha sido para mí la amistad que he mantenido con las
Madres Cistercienses del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana de
Valladolid durante veinticinco años, afecto que espero continúe largo tiempo; y
por otro, ofrecer mi particular punto de vista sobre distintos aspectos de la Orden
Cisterciense, siempre desde el más absoluto respeto y desde la humildad.
Han sido muchos los buenos momentos vividos en su compañía, en un
ambiente de paz, humanidad y diálogo. Con ellas me he sentido considerada,
querida, escuchada y comprendida.
En numerosas ocasiones he recordado las palabras que Doña Guiomar de
Ulloa, gran amiga de Teresa de Jesús, le dirigió a la santa: “Cuando hablamos,
siempre me gustaría que nunca acabara la conversación”. Este sentimiento
puede que tenga que ver, al menos en parte, con la profunda reflexión de Dom
Mariano Crespo Domingo, abad durante más de veinte años del Monasterio
Cisterciense de La Oliva, Carcastillo (Navarra): “Las hermosas piedras, nuevas
o viejas, de un monasterio no son el refugio donde se esconden unos hombres o
mujeres al margen de lo que pasa en el mundo, sino el caparazón que protege
esa libertad total y profunda que poseen para ser testigos, ahora y siempre, de lo
infinito”.
Y que mejor forma de comenzar esta andadura que hablando de uno de los
principales valores monásticos: el Silencio.
En las últimas décadas se ha escrito mucho sobre la trágica pérdida del
silencio. La vida humana necesita una base de silencio que dé significado a las
palabras. El fluir incesante de sonidos, imágenes y palabras que atacan
constantemente nuestros sentidos, debe ser considerado un serio problema, ya
que no sólo desgasta el equilibrio nervioso del hombre, constituye además una
amenaza para su salud espiritual; de ahí la importancia de redescubrir el silencio
religioso. Y no se me ocurre mejor forma que a través de los monasterios y
conventos y de los sabios testimonios de sus moradores.
Así el Padre Enrique Trigueros, abad de la Abadía Cisterciense de Sta. Mª
la Real de Oseira – Oseira (Orense) nos dice:
“El silencio es absolutamente necesario en el progreso de la vida
espiritual. Es una virtud, que a medida que se va adquiriendo, nos va abriendo el
camino de otras virtudes, como la caridad fraterna, el amor a la oración, y en
definitiva la vida interior que tanta falta nos hace en estos días de ruido y
estrés”.
“El silencio es como un puente colgante entre Dios y el alma. El alma,
enamorada de Dios, tiende hacia Dios a través de este puente”.
“El verdadero silencio no es un vacío. Es el huerto cerrado, el lugar único
para que el alma se encuentre con Dios. Es el comienzo de un idilio divino”.
“El silencio se hace oración cuando somos capaces de entrar en la
profundidad de nuestro corazón, cuando hemos sabido escuchar la llamada
interior que el Señor nos hace”.
“Un silencio así, sencillo, impregnado de oración, no es prerrogativa
exclusiva de los monasterios o de los monjes. Debería ser patrimonio de todo
cristiano. Debería pertenecer a todos aquellos cuya alma está comprometida en
la búsqueda de la Verdad, en la búsqueda de Dios. Pues donde sólo hay ruido,
ruido interior y confusión, no está Dios”.
En la misma línea, Sor Almudena, monja del Monasterio Benedictino de
San Pelayo de Antealtares – Santiago de Compostela sostiene que:
“El silencio es la capacidad de estar aquietado; de descubrir ese lugar
profundo que hay dentro de cada persona para escuchar a Dios”.
“Todos tenemos un núcleo en el que nadie, absolutamente nadie, puede
entrar, por más que lo deseemos. El silencio es el que posibilita entrar ahí, y
descubrir que está habitado por una Presencia con mayúsculas”.
Finalmente recordemos las palabras de Isaac de Nínive:
“Si amas la Verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la luz del sol,
iluminará a Dios en ti, y te librará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio
te unirá al mismo Dios”.
“Que Dios te conceda experimentar ese “algo” que nace del silencio. Con
sólo practicarlo, como consecuencia de tu esfuerzo, te inundará una luz
inenarrable. Y después de un breve tiempo, una dulzura nace en el corazón, y el
cuerpo se siente embebido, casi por la fuerza, para permanecer en silencio”.
Aun reconociendo la certeza y la belleza de estos textos, lo cierto es que a
la mayoría nos cuesta permanecer en este tipo de silencio. Sería un buen
comienzo para la práctica del mismo, hacer silencio interior en la escucha de la
Palabra de Dios en la liturgia. De esta forma, tendríamos que abandonar las
propias preocupaciones y la congestión de pensamientos habituales, para poder
abrir libremente el corazón al mensaje de Jesús, que nos habla en el texto
sagrado.
“Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso momento de la
medianoche, tu Palabra omnipotente, Señor, de los Cielos, de tu trono real, cual
invencible guerrero, se lanzó en medio de la tierra destinada a la ruina”.
(Sabiduría, 18, 14-15)
Mª Isabel San José Rodríguez
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