viernes, 28 de febrero de 2025

SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD: «EL CIELO ES DIOS Y DIOS ESTÁ EN MI ALMA»

Recorrer los escritos de la carmelita francesa Isabel de la Trinidad (1880 – 1906) es como pasear por los jardines de la esposa del Cantar de los Cantares: «Un jergón, una silla, un atril sobre una tabla. Esto es todo el moblaje. Pero está lleno de Dios y paso allí muy buenas horas sola con el Esposo». A través de ellos transmite el gozo de vivir un anticipo del cielo. Lo dice muchas veces y de diferentes maneras pero posiblemente esta sea su formulación más lograda: «Llevamos el cielo dentro de nosotros, pues el mismo Dios, que sacia a los bienaventurados con la luz de la visión, se entrega a nosotros por la fe y el misterio. ¡Es el mismo Dios! Creo que he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que comprendí esto, todo se iluminó en mi interior». Santa Isabel afirma que esta experiencia no es exclusiva de los religiosos, también está al alcance de los seglares: «En la montaña del Carmelo, sumergida en el silencio, en la soledad y en una oración que nunca acaba, pues se prolonga en todo lo que hace, la carmelita vive ya como en el cielo: “sólo de Dios”. El mismo Dios que un día será su felicidad y que la saciará en la gloria, se entrega ahora a ella. […] ¿No es esto el cielo en la tierra? Pues ese cielo, querida Germanita, tú lo llevas dentro de tu alma». 
En 1904 redacta su escrito más conocido, Elevación a la Santísima Trinidad, una profunda oración, síntesis de su vida espiritual, que podemos dividir en cinco párrafos. Comienza con una invocación al Dios trinitario. Isabel sabe que Dios Trinidad está en ella y que ella está en Dios, y le pide vivir anticipadamente el cielo, totalmente entregada a su amor: 
«¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para establecerme en Ti, inmóvil y serena, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, mi Dios inmutable, sino que cada momento me sumerja más adentro en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso. Que nunca te deje solo allí, sino que esté por entero contigo, bien alerta en mi fe, en total adoración y completamente entregada a tu Acción creadora».
Continúa hablando con Jesucristo, Verbo Encarnado: «¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor! ¡Quisiera ser una esposa para tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte… hasta morir de amor! Pero conozco mi impotencia, y te pido que me revistas de Ti mismo, que identifiques mi alma con todos los sentimientos de tu alma, que me sumerjas en Ti, que me invadas, que ocupes mi lugar, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh, Verbo Eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote, quiero ser toda oídos a tu enseñanza para aprenderlo todo de Ti. Y luego, en medio de todas las noches, de todos los vacíos y de toda mi ineptitud, quiero vivir con los ojos clavados en Ti, sin apartarme nunca de tu inmensa luz. ¡Oh, mi Astro querido! Fascíname de tal manera que ya nunca pueda salir de tu irradiación». 
Seguidamente invoca al Espíritu Santo: «¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor! Desciende sobre mí, para que en mi alma se haga como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él como una prolongación de su humanidad sacratísima en la que renueve todo su Misterio».
En la cuarta parte, se dirige al Padre por Cristo en el Espíritu: «Y Tú, ¡oh, Padre!, inclínate sobre esta pobre criatura tuya, cúbrela con tu sombra, y no veas en ella más que a tu Hijo predilecto, en quien has puesto todas tus complacencias».
Concluye como ha iniciado, dirigiéndose al Dios Trinidad: «¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Ti como víctima. Sumérgete en mí para que yo me sumerja en Ti, hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas».
Teniendo en cuenta su corta vida, podemos considerar que la obra de santa Isabel de la Trinidad es realmente extensa. Sus meditaciones parten siempre de una lectura profunda de la Escritura, principalmente de los Evangelios y de las Cartas de san Pablo pero, como no podía ser de otra manera, en su espiritualidad hay una notable influencia de los santos carmelitas, especialmente de san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús y santa Teresita de Lisieux, lo cual no le resta frescura y originalidad. 




                      Mª Isabel San José Rodríguez





sábado, 1 de febrero de 2025

EL LIBRO DE LOS SALMOS


 


En la Iglesia, el Libro de los Salmos ha sido el libro de cabecera para rezar. También lo era para el pueblo judío y, por tanto, para Jesús; y este es el motivo fundamental por el que nosotros rezamos con ellos. Cristo los rezó no sólo en la sinagoga, sino en distintas circunstancias de la vida, incluso en el momento de la muerte: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22). 

Es el tercer libro más amplio de la Biblia, después del Génesis y del Libro de Jeremías. Está compuesto por 150 himnos. Son oraciones corales, esto significa que existe un diálogo a dos coros, uno habla y el otro escucha; esta estructura les da una armonía y un ritmo que facilita una liturgia bella y dinámica. Se escribieron para ser cantados; de esta forma, al incluir la música, el sentimiento brotaba con mayor intensidad que con la simple recitación. Son inagotables pozos de sabiduría, que se abren más y más a medida que se rezan una y otra vez. 

Como auténticos poemas, son fruto de experiencias personales de los distintos autores, hombres piadosos pertenecientes al pueblo de Israel. Podemos hacerlos nuestros, y orar con ellos para expresar situaciones y realidades existenciales que nos atañen, de ahí la actualidad de los mismos.

Como muestra, he elegido el hermoso y profundo salmo 102, atribuido al rey David, el rey cantor de Israel. En él se palpa el amor y la ternura de Dios. En la Liturgia de las Horas se le titula ‘Himno a la Misericordia de Dios’.


Bendice, alma mía, al Señor, / y todo mi ser a su santo nombre.

Bendice, alma mía, al Señor, / y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas / y cura todas tus enfermedades;

Él rescata tu vida de la fosa, / y te colma de gracia y de ternura;

Él sacia de bienes tus días, / y como un águila se renueva tu juventud.

El Señor hace justicia / y defiende a todos los oprimidos;

enseñó sus caminos a Moisés / y sus hazañas a los hijos de Israel.

El Señor es compasivo y misericordioso, / lento a la ira y rico en clemencia.

No está siempre acusando / ni guarda rencor perpetuo;

no nos trata como merecen nuestros pecados / ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra, / se levanta su bondad sobre los que lo temen;

como dista el oriente del ocaso, / así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre siente ternura por sus hijos, / siente el Señor ternura por los que lo temen;

porque Él conoce nuestra masa, / se acuerda de que somos barro.

Los días del hombre duran lo que la hierba, / florecen como flor del campo,

que el viento la roza, y ya no existe, / su terreno no volverá a verla.

Pero la misericordia del Señor / dura desde siempre y por siempre, / para aquellos que lo temen; / su justicia pasa de hijos a nietos;

para los que guardan la alianza / y recitan y cumplen sus mandatos.

El Señor puso en el cielo su trono, / su soberanía gobierna el universo.

Bendecid al Señor, ángeles suyos, / poderosos ejecutores de sus órdenes, / prontos a la voz de su palabra.

Bendecid al Señor, ejércitos suyos, / servidores que cumplís sus deseos.

Bendecid al Señor, / todas sus obras, en todo lugar de su imperio / ¡Bendice, alma mía, al Señor!


Os invito a escuchar las reflexiones que, sobre la oración y este salmo en concreto, hace fray Ignacio Esparza, monje del Monasterio Benedictino de San Salvador de Leyre (Navarra) en ‘Encuentros en torno al claustro’, encuentros virtuales que nos enseñan la belleza de la Vida Contemplativa. 



Mª Isabel San José Rodríguez